11.8.05

Knowledge II

Capítulo 2

Déjalo correr.

La estadía en Calama duró relativamente poco, por suerte. Y es que a mi mamá nunca le gustó el norte, extrañaba a su familia y realmente no valía la pena. Es así como volvemos a la vida chorera, pero esta vez de allegados a la casa de un hermano de mi padre. Casa que había construido mi abuelo y que ahora es un negocio de implementos computacionales.
Para mí, la mejor casa en la que podía vivir. Grande, con piso de madera -ese que después de encerado es el paraíso para jugar a correr y resbalarse- además de una escalera de ensueño, un patio increíble, y tíos más que divertidos.
Intima amiga de mi bisabuela ?madre del papá de mi papá-. Con ella compartía todas mis mañanas -de 7 a 9 a.m- horario en que la casa se encontraba en absoluto silencio ya que todos dormían. Yo bajaba en pijamas, tocaba su puerta y tomábamos desayuno conversando amenamente, comiendo pan tostado con manjar y mantequilla y tomando un rico café. Obviamente a mi madre no le gustaban aquellas reuniones porque no podía entender como una niña de 4 años tomaba café todos los días. Pero ella nada podía hacer. Yo no podía controlar mi sueño, despertaba con hambre, me aburría mirando el techo, y me entretenían las historias que ella me contaba. Nunca entendí bien porqué vivía tan precariamente, tampoco porque a nadie en la casa le caía bien, o porque nunca salía de su pieza. Yo la encontraba genial y si estuviese viva ahora, podría afirmar que yo habría sido su bisnieta regalona.
Sinceramente son dos episodios de esa parte de mi vida que siempre me vienen a la mente al momento de recordar los inicios de lo que soy ahora. En primer lugar, los juegos en el patio con mi primo Eduardo ?un año menor que mi hermano- y mi hermano obviamente. Quizás es esa parte de mi vida la causante de mi gran temor a los perros, y es que el juego consistía en llamar al pastor alemán y al doberman, haciendo el típico sonido para atraerlos, y cuando estos se dispongan a perseguirnos, correr lo más rápido posible a la casa y dejarlos con las ganas de atraparnos. Era adrenalina pura, pero espero nunca más volver a jugarlo.
Las tardes eran de ver televisión con mi tío, especialmente los episodios de Lucha Libre que a él tanto le encantaban y que para mí eran un calvario porque horas después mi hermano imitaba todo, pero hacia mí.

En el jardín del colegio Etchegoyen era una niña de comportamiento ejemplar, siempre con mis útiles para pintar dibujar y colorear en el mejor estado, callada pero simpática y alegre. Eso sí, algunos de mis compañeros me parecían extremadamente extraños, hasta llegué a pensar que eran enfermos porque se les caía la baba, y tenían una capacidad nula para controlar el esfínter. En cambio yo, siempre digna, toda una señorita, dama de los pies a la cabeza, correcta, responsable y educada, claro que cuando salíamos a recreo, nadie me sacaba del cerro en el que jugaba con tierra o del barro donde hacía lo más exóticos pasteles.
Estuve un año ahí, hasta que me dieron mi diploma de egresada a la enseñanza pre-básica y estaba cerca de cumplir mi sueño de estar en el patio que veía desde el cerro todos los recreos (las salas de kinder estaban en un pseudos monte con vista panorámica esplendida) donde los niños grandes si que sabían divertirse y algún buen día yo sabía que iba a estar con ellos.
Entretanto mi padre aprende del episodio Calama 88? y decide partir a probar suerte al norte nuevamente, pero esta vez en solitario. Mi madre lloraba cada vez que recibía carta de él, quizás debido a que contaba demasiadas penurias, porque no creo que sea muy fácil pasar tanto tiempo solo en una ciudad tan fea.
Las cosas resultan como lo esperaban y luego de terminar mi kinder garden - de paso dejando mi sueño inconcluso- partimos rumbo a Antofagasta.
A mi se me hacía raro dejar la vida casi en comunidad que se llevaba en Talcahuano, compartía el día a día con siete personas, y confieso que siempre me han gustado las aglomeraciones familiares.

En Antofagasta todo era diferente. No había escaleras, no había espacio para jugar, no habían primos y no había barro. La vida era total y absolutamente en solitario.
Entré a primero básico a un colegio de nombre LEA (Liceo Experimental Artístico), que estaba a una cuadra de mi block. Acostumbrada a compartir una sala con 15 a 20 compañeros, llego a un curso de 40 individuos que parecían de cualquier curso superior menos de primero. La profesora insiste en mi bajo tono de voz y mi estado estático en cada una de las clases. Es que yo iba al colegio a estudiar, nunca me acerqué a conversar con nadie, y ellos en los recreos no jugaban como en Talcahuano.
Tuve sólo un amigo, se sentaba conmigo y me prestaba sus lápices. Me uní al grupo de música y finalicé el semestre tocando flauta ante todo el colegio.
Pero mi verdadera personalidad la explotaba en las mañanas, mientras mi madre hacía el correspondiente aseo del hogar, yo prendía la radio, cepillo de pelo en mano, y hacía mi show. El departamento tenía un balcón que daba hacia el estacionamiento, entonces como nadie paseaba por ahí, era el lugar apropiado para cantar sin miedo ni vergüenza. Pero una mañana mi madre me obliga a acompañarla al Banco, y mientras la atendían yo cantaba mis canciones de siempre pero en silencio, porque claro, no estaba en mi casa, ni menos en mi balcón. Y de pronto la señora que atendía a mi madre me pregunta:
Ah, tu eres la niña que canta todas las mañanas canciones de Ricardo Arjona?, - y yo con mi mentón en el mesón y los pies estirados le digo ? Si, ¿se escucha muy fuerte? No se preocupe no lo hago más. Mamá ¿vamos?
Fue uno de esos momentos en los que recuerdo la cantidad de canciones que canté y el volumen o timbre de voz que le apliqué a cada una. Entonces decidí cambiar mi hobbie y dedicarme a jugar fútbol con mi hermano en el estacionamiento del departamento. Decisión que nos costó la rabia y odio de un vecino anciano amargado al que le molestaba profundamente el sonido del balón chocando contra la muralla, por lo que decidimos cambiar el juego y dedicarnos a armar caminos con palos de fósforo para los autos que él tenía.
Los fines de semana eran escalofriantes. Padre y madre adquirieron la costumbre de ir todos los sábados por la mañana a la feria, donde yo tomada de la mano de ella miraba a los hombres pestilentes, barbones, mal aseados y gritones con miedo porque mi mamá no estaba preocupada de mí, sino del kilo de zanahorias que estaba comprando. Era demasiada gente extraña junta, pero nunca tan desagradable como el ir todos los domingos al puerto pesquero. Y es que si en la feria había gente mal aseada y hedionda, en el mercado era el caos. Ellos (papá y mamá) nunca entendieron mi temor, pero para mi era lo peor del fin de semana. Después llegábamos a la casa y almorzábamos viendo los goles de Iván Zamorano que jugaba por el Real Madrid y había sido elegido Pichichi de la temporada. En la tarde mientras mis padres dormían yo y mi hermano preparábamos un delicioso picnic que consistía en un vaso de bebida (la bebida era el privilegio del fin de semana), una porción de chocapic, pan con manjar, y chocolate.
Y viendo monitos animados éramos los hermanos más felices y amigables que mis padres jamás han visto, lástima que no estaban despiertos para presenciarlo porque eran ocasiones dignas de recordar.
Finalmente sucede lo que por esos años siempre se veía venir, y mi papá encuentra trabajo en una planta de Ácido Sulfúrico en Tocopilla ?ciudad ubicada a tres horas al norte de Antofagasta- había recién empezado el Segundo Básico en mi colegio habitual cuando me lo dicen y me da prácticamente lo mismo. A mi me importaba jugar, la ciudad donde lo hiciera daba lo mismo.

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